Criptogate y la erosión del vínculo con Milei
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Nada de lo que está pasando con la criptomoneda parece sorprender. No hay revelaciones ocultas ni conspiraciones sofisticadas, sino la exposición más cruda de un modelo que siempre se presentó con sus costuras a la vista. Sin embargo, aparece la pregunta del cómo impacta en su vínculo con quienes lo votaron.
El Criptogate irrumpe en un momento en el que los votantes de Milei transitan estadios emocionales distintos. Muchos ya no parecen estar en la fase de enamoramiento, en la que la adhesión era incondicional. Predomina la negación en la cual quedan atrapados entre la necesidad de sostener la ilusión y la realidad cada vez más asfixiante. La criptomoneda es una herida más en ese vínculo, pero no una definitiva. Para algunos, solo confirma que el líder sigue siendo atacado por el sistema. Para otros, deja un sabor amargo que refuerza la sensación de que el sacrificio prometido puede no traer la recompensa esperada.
Esta dinámica representa una oscilación entre el goce y la falta. Milei encarnó para muchos la promesa de una transformación radical, un líder que no solo traería soluciones, sino que, en términos simbólicos, llenaría un vacío estructural. Ese vacío, es constitutivo del sujeto, pero también de lo social: siempre hay algo que no se alcanza, algo que queda fuera de la ecuación. Milei prometió ser el agente de esa completud imposible, ofreciendo una «liberación» en términos económicos y políticos.
El problema es que, como toda ilusión, la promesa choca con la realidad. Algo en la lógica del sacrificio opera como una fuente de satisfacción paradójica. La renuncia al bienestar inmediato, el ajuste extremo, incluso el malestar creciente, pueden ser soportados en la medida en que se sostenga la creencia en la recompensa futura.
Sin embargo, el Criptogate introduce una grieta en esta narrativa. Si el sacrificio tiene sentido, es porque hay un ideal detrás que lo justifica. Pero cuando la figura del líder se ve envuelta en una estafa, cuando la pureza moral que lo diferenciaba de la casta queda en entredicho, la falta empieza a aparecer de manera más cruda. Ya no es solo el sufrimiento como parte del camino hacia la salvación, sino la sospecha de que la promesa nunca será cumplida.
Mark Fisher hablaba de la crisis de la democracia como un síntoma del capitalismo tardío, en donde la política se desmorona sin que surja algo que la reemplace. La representación se vacía y los liderazgos, en vez de generar expectativas de futuro, solo administran el colapso. Milei llegó a la presidencia prometiendo desmantelar el sistema, pero sin ofrecer un horizonte concreto. El Criptogate es apenas una muestra de lo que implica esa falta de proyecto: un caos donde los propios seguidores deben hacer malabares entre la fidelidad y la frustración.
Desde esta perspectiva, el Criptogate no es solo un escándalo financiero, sino un síntoma de una crisis simbólica más profunda. Si Milei no consigue reactivar el vínculo con su electorado, el próximo estadio será la desilusión, y con ella, la búsqueda de un nuevo objeto de esperanza. Como en toda lógica del deseo, nadie se queda sin un ideal: si el líder cae, otro deberá ocupar su lugar. La pregunta que queda abierta es quién o qué logrará llenar ese vacío.